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ISSN 1989-4163

NUMERO 75 - SEPTIEMBRE 2016

Tardes de Tamarindo

Daniela Eugenia Chay

 

     

Aquella tarde me encontraba con mi madre jugando en el patio de la casa, una enorme extensión de terreno lleno de árboles de tamarindo, y sus incontables sinuosidades provocadas por las rocas de bajo de la tierra. Ella  me trenzaba el cabello después de bañarme. Me gustaba sentir la dulzura de sus dedos, podía ver su sombra y el movimiento de su agitado pelo causado por el viento proyectado sobre  una piedra que deformaba su figura. Eso me causaba risa.

     La tarde empezó a perder su luz, alguna reminiscencia de sol quedaba por ahí, el chillido de  los enormes pájaros negros buscando donde dormir empezó a invadir el ambiente. Una voz de hierro rompió nuestro juego, los gritos de furia llegaron a nuestros oídos: corre, me dijo. Ella nada sabía, acostumbrada siempre a vivir dentro de esa fortaleza de temores, no alcanzó a trenzarse el cabello, los gritos se hicieron mas cercanos, los dedos de mi  madre se movían nerviosamente, la voz no alcanzaba crecer, era solo un tenue murmullo. El miedo la doblegaba. Agucé el oído. Mi trenza enredada en sus dedos se desprendió con afán. Me di la vuelta y la miré, con mis seis años que cada tarde se convertían en diez, camine unos cuantos  pasos para llegar  al árbol más alto de tamarindo y subí cual diestro gato. Me escondí, igual que aquellos pájaros buscando refugio. Entre las ramas había un enorme tronco donde una podía estar muy cómoda y observar sin ser descubierta. Me quedé mirando hacia abajo. Lo vi  atravesar el portal, ya no gritaba. Traía una vara en la mano. Venía molesto por asuntos que yo no entendía, algo del ferrocarril. Llegó hasta ella, la tomo del largo cabello y empezó a golpearla, la vi rodar por la tierra.  Ni un solo grito. Yo lo miraba a él erguido sobre mi madre e imaginaba su rostro como el de un diablo, de esos que te han enseñado en  la doctrina. Mi madre pudo zafarse, logro levantarse, retrocedió y pudo correr. Él, recuperando el aliento, fue tras ella. Los tropiezos eran inevitables sobre el enorme terreno. Era como un juego, como una película que se repite todos los días y a la misma hora, las mismas actitudes, mismos gestos, mismo guión y yo la espectadora detrás de la pantalla de cine en mi butaca de madera. La veía a ella correr tropezarse y caer sin emitir palabra alguna, más que algún murmullo muy lejano, con el rostro perdido en el terror, de regreso en el lugar donde sus dedos recorrían mi cabello. Resbaló. Su frente tocó la piedra, quedó ahí con  el rostro hundido, un pequeño río de sangre empezó a hacerse mas grande. Alcancé a ver un ligero movimiento en sus manos, un adiós quizá, me gusta pensar que era eso, un ínfimo gemido de dolor se escapo de sus labios, él solo observaba absorto, retrocedió incapaz de mirar la obra que había montado. Levantó el rostro. Con la sangre en sus ojos me obligó a bajar de mi cómoda butaca, me tomó de la mano atravesamos  el pórtico. En el camino la luna empezó a iluminar el paisaje, me compró una dulce muñeca y nos dirigimos a la estación del tren.



 

 

Tardes de tamarindo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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